No hay nadie a quien pueda engañar. En mi cara se puede ver el verano a 1000 km; siempre ha sido así. Mi cuerpo está compuesto de un 60% de agua, pero además mi mente y mi piel destilan luz, la brisa que viene, el ruido de la naturaleza y la arena donde desaparezco. Dejar la ropa en casa para que el cuerpo respire, la sensación de que el universo te está haciendo un regalo, porque el tiempo no tiene prisa… Cuánto hay que aprender del verano.
Ver lo que de verdad importa con ojos incrédulos me hace preguntarme muchas cosas. Nos alejamos, sin saber, de lo único real: la naturaleza y el tiempo.
Cada estación, cada momento guarda un secreto a voces, pero en el verano se hace más palpable. Todo lo bueno tiene un final que llega pronto y nadie quiere. ¿Por qué? Si las noches cálidas fueran eternas, si las tardes con ruido de cigarras nos hicieran pensar más, si los pies tardaran más en secarse de mar y nuestro cabello estuviese más manchado de sal y partículas fugaces…
Volver a lo básico es apreciar lo incuestionable. Coincidir con las respuestas sin buscarlas porque todas ellas residen en ese exterior reinado por montañas, olas y cuerpos con ganas de absorber.
Hacer del sol una guía y del verano un futuro que perseguir.
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“M”
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